Cuento de navidad
Son las cuatro de la tarde, el sol se clava en la mitad del cielo calentando todo de manera sofocante. Yo paseo vestida de duende por una calle repleta de gente. Llevo unas pantys de colores que me hacen parecer un bastón de navidad. Encima voy con un delantal rojo, algo deshilachado, con unos pinitos verdes pegados que si los tiro se desprenden. Mi cabeza va coronada con un cintillo de astas de reno. Voy entregando flyers impresos en blanco y negro, sin ningún diseño especial, son solo unos rectángulos hechos en Word que llevan escrito: Cuentacuentos Navideños, Teatro La Victoria, 17:00pm. Entrada a 3.000 pesos. Ni siquiera puedo llamarlos flyers.
El sol me sigue como un reflector burlesco que va iluminando cada uno de mis pasos avergonzados. Nadie nunca me enseñó a caminar sola por una calle llena de gente con un disfraz hecho de adornos de navidad que encontré en un supermercado chino. Visto la versión pobre de un duende navideño, con el maquillaje un poco derretido por el sol, sola, sin siquiera un flyer a color y con un escenario que tiene como fondo una cortina hecha con manteles de navidad robados de mi casa.
Me saco una foto en la calle y la subo a mis historias de Instagram para sentirme acompañada en este momento repleto de vergüenza ajena. Reírse de una misma sirve para aligerar las cosas.
El Teatro en el que presento es reconocido, hacen shows de comedia que se llenan, además está en un barrio acomodado de la ciudad. Cuando mando la presentación de mi cuentacuentos lo reciben interesados, me sorprendo y comienzo a preparar un espectáculo al cual le tenía tan poca fe que ni siquiera estaba totalmente preparado. Pero ellos no lo saben y me arman un afiche lindo, lo ponen en la vitrina del teatro, al lado de otras presentaciones, mucho más profesionales. Comienzo a preparar mi pequeño espectáculo, lo ensayo todos los días para un público imaginario. Se lo muestro a mi público familiar para escuchar sus sugerencias, para ver cómo reaccionan, si se quedan serios en las partes donde deben reírse o si comienzan a mover la pierna como mensaje de inquietud porque están aburridos.
Mi show no es profesional ni siquiera soy actriz, tan solo llevo un año contando cuentos. Es la primera vez que presento algo afuera de una biblioteca. Hacer presentaciones en colegios para grupos de 40 niños no es tan difícil. Las profesoras inspiran respeto, autoridad, basta con que miren serias al niño bullicioso para que éste se calle. El espacio escolar es seguro porque, aunque tu presentación sea mala, los niños van a mirarte impertérritos sabiendo que al menos eso es mejor que estar en clases. Cualquier cosa es mejor que estar en clases. Sin embargo, fuera del colegio impera la niñez en todo su esplendor. “Mamá, quiero un helado”, “Mamá, quiero jugar”, y lo peor: “Mamá, estoy aburrido”. No hay nada más terrible para una aprendiz de teatro que escuchar esas palabras. Los niños no tienen filtro, no se quedan sentados mirándote solo por respeto. Si al niño no te lo ganas, si no mantienes su atención, se va, así de simple, así de duro.
En mi presentación anterior estuvieron cinco niños, se rieron, mantuve su atención por 30 minutos y di mi misión por lograda. En la presentación anterior a esa, el debut, estuvieron solo tres niños, además de mi hermana con mi sobrino. El número fue bajo, pero me tranquilicé pensando que era la primera vez. La segunda estuvo un poco mejor, pero me dije que era la falta de publicidad. Ahora es la tercera vez y estoy más nerviosa que las otras. Me cuesta pararme sola al frente del teatro e invitar a la gente a entrar “¡¡SHOW DE CUENTACUENTOS NAVIDEÑOS!! ¡¡PASE, PASE!!”. Comienzo a respetar como a unos santos al artista callejero, al vendedor ambulante, al cantante acostumbrado a no recibir aplausos, solo un par de monedas entregadas con compasión por algunas señoras. Les rezo con la ingenuidad de obtener al menos un poco de su ánimo impasible. Aunque trato no me da la voz para gritar “PARA EL REGALÓN Y LA REGALONA DE LA CASA”, se me vuelve bajita apenas cruzo la mirada con alguien. Quizá no tengo el coraje suficiente para abordar la calle.
Se acerca la hora del show y no ha entrado ningún niño. Voy al baño y al mirarme en el espejo comienzo a sentirme como en un capítulo de algún concurso de talentos, lista para presentar un espectáculo frente a la jueza más pesada. Es como si en plena presentación el público se callara al final de un chiste o desafinara justo en la nota más alta ¿Pero quién me mandó a presentar sola en un teatro?
Al final, me saco otra foto para subir a Instagram, ahí mismo frente al espejo, porque a pesar de todo me veo linda. Nunca pensé que unas astas de reno combinaran tan bien con mi cara.
Comienza la hora del espectáculo sin ningún ticket vendido. Me acerco a la boletería para avisarle a la coordinadora que no llegó gente así que voy a cancelar el show. Le aviso también que, en verdad, es mejor suspender también la fecha siguiente porque es post navidad y si ya no vinieron tantos niños a las primeras funciones, a la última no va a venir nadie.
Antes de empezar a guardar mis cosas, me saco otras fotos para subir a mis historias de Instagram, les escribo encima: “Siempre dicen que todos suben cosas felices, así que les contaré algo triste. Hoy no vino nadie a mi función así que la suspendí”. Pongo No one de Alice Keys de fondo para acompañar la historia.
Me voy del teatro y le hablo a algunas amigas actrices que conozco: “¿Alguna vez te ha pasado esto? ¿Has hecho un show al que no ha llegado gente?”. Me responden todas “Sí, es normal, la gente no va mucho al teatro”. Me prometo a mí misma no volver a hacer un espectáculo sola en un teatro grande, quizá sí acompañada de más gente con quien nos contengamos y nos subamos el ánimo.
A pesar de todo, no me siento fracasada, no como cuando me fui llorando en el metro después de contar unos cuentos en un cumpleaños, donde los niños prefirieron ir a jugar al castillo inflable que escucharme. Si yo hubiera sido una de esas niñas me habría quedado escuchando a la chica de los cuentos, solo por empatía, porque a esa corta edad ya sabía lo que era estar sola. Ese día me fui llorando, pero hoy no. Me dije “Bueno, estas cosas pasan. Al menos lo intentaste”.
Nadie me enseñó a montar un espectáculo escénico, a tener carácter y tolerancia a la frustración cuando a una obra le va mal. No estudié Teatro, el arte escénico lo he ido aprendiendo desde la intuición y la vista. Me faltan herramientas. Me lancé a este oficio por amor y necesidad. El trabajo de ocho de la mañana a seis de la tarde, no era para mí, por lo que la independencia se veía llamativa. Sin embargo, el trabajo hay que hacérselo, nadie te lo da, y si te lo dan hay que ganárselo.
Todas las cosas tienen su Lado A y su Lado B, tener más tiempo a veces significa tener menos dinero; tener libertad significa menos estabilidad.
Me devuelvo a mi casa, un poco frustrada, pero sintiéndome valiente, como los santos nuevos a los que les rezo. Nadie fue a mi show, pero sin herramientas me atreví a hacerlo. Sigo buscando las formas de pagarme la vida yo misma, sin ningún sueldo fijo a fin de mes que me amarre a un horario, a una jefa y a un lugar. Tomo el metro de vuelta a mi pieza arrendada, con la victoria que solo puede sentir un tonto o un artista callejero, sintiéndome libre.