domingo, 17 de noviembre de 2013

El tiene cuarenta y pico años. Ella, dieciséis. Él es el profesor. Ella la alumna. Él ha vivido, es un ex-todo, por tanto ha hecho cosas de las que avergonzarse, de las que sentirse culpable y arrepentido. Ella no ha vivido, apenas comienza a hacerlo, o quizá ha vivido más intensamente de lo que los de cuarenta y pico creen. “Yo te muestro el camino en el bosque. Para que seas alguien. Para que seas feliz. Para que ganes plata. A mí me encargaron eso. A mí que soy nadie. A mí que he sido infeliz y que no tengo plata”, le dice él. Pero también: “¿Te has mirado las manos contra el sol y dicho: “estoy viva, estoy viva, los pájaros también están vivos?” La estabilidad no existe. El universo es una explosión. Mírame a mí. Yo soy estable. Él es un superviviente de tantas revoluciones y de tantas adversidades, un perdedor que vive traicionándose a sí mismo, por eso es a veces sarcástico y cínico, y otras de una lucidez y una sinceridad desesperadas; es dolorosamente consciente de que vive de “corromper mentes vírgenes con la infraestructura del capital”, por eso le pide a ella que tenga valor y arruine su vida.
Pero ella es la pureza, una extraña pureza a la intemperie, y le dice a él cosas como: “Lo que te quiero pedir es que dejes de sufrir. No nos eduques. Déjanos tranquilos. O al menos enséñanos la luna, el sánscrito, la vida miserable de los artistas. Quiero saber si en el fondo el dinero nos pone tristes. Somos polvo de la misma explosión. Acepta todo, ayuda a los que sufren, todos sufrimos, yo sufro, ayúdame a mí. Quiero mejor educación. Que me enseñen a ser inútil, a sentarme debajo de los árboles, a ponerles joyas a los elefantes”.

Jesu Montero sobre la obra de teatro "Clase" de Guillermo Calderón. Aquí completo